La obesidad es un padecimiento que afecta en México a 7 de cada 10 adultos colocándonos en el segundo lugar mundial en presentar esta enfermedad. Nuestra sociedad es considerada “obesogénica”, esto quiere decir que las propias costumbres fomentan de manera silenciosa y constante la obesidad así como los hábitos que promueven su mantenimiento y transmisión, como ejemplo podemos pensar en algunas frases comunes como que “es de mala educación dejar comida en el plato” o decir “no seas pesado, solo prueba tantito” a quien no quiere comer algo o nos dice que está a dieta. La convivencia en nuestro país también está marcada por la comida: cenas familiares, desayunos o comidas abundantes, donde además se promueve el consumo de alcohol y postres son parte de la rutina semanal de muchas familias y este tipo de actividades impiden a muchas
personas el regular su consumo de calorías sin sentir que “se están perdiendo de algo” o que “no están disfrutando” el evento al que asisten.
Por supuesto que no se trata de culpar al ambiente, únicamente de hacer conciencia que el cuidarse y adquirir nuevos hábitos de salud implica mucha moderación, atención y conciencia. La fuerza de voluntad también es un elemento que escuchamos frecuentemente ya sea como crítica o como un consejo para las personas que padecen obesidad, pero entre más se estudia la obesidad, hay mayor evidencia de que la fuerza de voluntad no es suficiente ya que ésta enfermedad causa un efecto “dominó” en el cuerpo desencadenando una serie de reacciones que hacen que esta sea más difícil de combatir entre más tiempo se padece y más kilos se ganan. La evidencia también muestra que la grasa funciona como si fuera un órgano, segregando sustancias que envían señales directamente a nuestro cerebro que le indican que debemos consumir más grasa generando antojos
constantes por alimentos fritos, también se afectan los receptores de insulina en el cuerpo lo que genera bajas de azúcar que fomentan antojos “incontrolables” o atracones de carbohidratos (y eventualmente diabetes por la dificultad de controlar el azúcar en sangre), también el estómago aumenta su tamaño segregando en exceso una hormona llamada ghrelina que envía a nuestro cerebro señales de hambre constante y entre mayor es el
tiempo que se padece obesidad, nuestro cerebro pierde mayor sensibilidad para detectar la señales de saciedad, por lo que sentimos que “tenemos hambre todo el día”.
Por si esto fuera poco la obesidad también genera estragos en nuestra psique y nuestras emociones. Estudios estadísticos muestran que del 29 al 56% de las personas con obesidad están en riesgo de padecer o presentan depresión, esto promueve el aislamiento (dejar de asistir a reuniones o incluso ausentarse del trabajo o bajar el rendimiento en días que “no se sienten muy bien consigo mismos”) y causa estragos en el autoestima. Estudios
cualitativos señalan que los pacientes con obesidad evitan mirarse al espejo y que tienden a estar hiperalerta a juicios del exterior, esperando que las personas los juzguen en base a estereotipos asociados a la obesidad como pueden ser: el que los perciban como flojos, con poca fuerza de voluntad, con falta de autocontrol o disciplina, etc. y sintiendo vergüenza o culpa la mayor parte del tiempo, particularmente a la hora de comer o de sentir que han fallado con la dieta. A nivel psicológico esto es desgastante y aumenta la vulnerabilidad a padecer comorbilidades como: trastornos de ansiedad, abuso de alcohol, adicciones, irritabilidad o alteración de la imagen corporal.
La obesidad es una enfermedad progresiva, crónica y sus causas son multifactoriales, por lo que su tratamiento debe involucrar a especialistas en el ámbito de la medicina, la psicología y la nutrición, fomentar el cambio de hábitos y también cambios en la manera de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás, que nos ayuden a cambiar nuestras vidas de manera definitiva.
Psic. Maria Salamanca
Fundación APTA
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