El 8 de marzo es un día de lucha, memoria y resistencia. Es una fecha para visibilizar las múltiples violencias que enfrentan las mujeres en distintos ámbitos de sus vidas: la violencia de género, la brecha salarial, la falta de acceso a derechos básicos y la violencia simbólica que impone estereotipos inalcanzables. Entre estas formas de opresión, una de las más normalizadas, pero con consecuencias profundas en la salud física y mental, es la violencia estética.
La violencia estética no es solo la exigencia de cumplir con estándares de belleza; es un sistema que dicta cómo debe verse un cuerpo para ser considerado válido, aceptado y digno de respeto. Se manifiesta en la presión por ser delgada, tener una piel sin imperfecciones, un cabello “domado” y facciones que encajen en un molde occidentalizado.Esta violencia es omnipresente: se transmite en la publicidad, en las redes sociales, en los comentarios familiares y en las exigencias del ámbito laboral. Incluso en espacios donde no debería existir, como la medicina y la educación, las mujeres son evaluadas y tratadas en función de su apariencia.
Para quienes viven con un trastorno de la conducta alimentaria (TCA), la violencia estética es aún más agresiva y devastadora. Desde la infancia, las mujeres reciben mensajes que las condicionan a creer que su valor está ligado a su físico. Crecen viendo cómo la delgadez es exaltada y la gordura castigada. Se enfrentan a una cultura que normaliza las dietas extremas, la obsesión con el peso y la culpa al comer. No es casualidad que la mayoría de los TCA se desarrollen en niñas y mujeres jóvenes; es el resultado de una sociedad que patologiza los cuerpos y asocia la delgadez con éxito, salud y autoestima.La violencia estética no solo perpetúa la discriminación basada en la apariencia, sino que también afecta la calidad de vida. Mujeres que evitan salir a la calle por miedo al juicio, adolescentes que se someten a procedimientos estéticos riesgosos, personas que experimentan ansiedad y depresión por no encajar en un ideal inalcanzable. La presión por modificar el cuerpo nunca es solo una cuestión superficial; es un mecanismo de control que limita la autonomía y la libertad de las mujeres.
Por eso, el 8 de marzo también es un día para cuestionar la violencia estética. Para denunciar cómo se nos exige ser de una determinada manera para ser aceptadas y cómo esta presión puede derivar en trastornos alimentarios, baja autoestima, ansiedad y una relación conflictiva con el propio cuerpo. La lucha feminista no puede dejar de lado la necesidad de hablar sobre diversidad corporal y rechazar los discursos que promueven la vergüenza y la insatisfacción. No se trata solo de aceptar los cuerpos diversos, sino de transformar la cultura que los oprime. De exigir representación real en los medios, espacios médicos libres de prejuicios, una educación sin discursos de odio hacia el cuerpo y una sociedad donde la apariencia no determine el valor de una persona.
Este 8 de marzo, además de marchar por nuestros derechos, alzamos la voz contra una de las violencias más invisibilizadas y normalizadas: aquella que nos dice que nunca seremos suficientes si no encajamos en un molde imposible. La lucha feminista también es la lucha por habitar nuestros cuerpos con dignidad y sin miedo.